La nota de Roy Hora publicada el fin de semana pasado en *Seúl*, "La provincia impotente", tiene una virtud: pone en debate un problema estructural. Pero también una falla decisiva: analiza la decadencia bonaerense como si el peronismo hubiese tenido un rol absolutamente menor. Peor aún, como si no tuviera nada que ver.
La tesis de Hora es que la Provincia de Buenos Aires es "ingobernable" por una suma de factores institucionales, geográficos y administrativos. Este enfoque puede resultar elegante en lo académico, puede tener razón en el factor geográfico, pero cae en el error habitual del progresismo ilustrado: explicar el derrumbe sin nombrar al demoledor. Es como hacer historia argentina y pasar por alto a Rosas, o peor, como describir la Alemania nazi sin mencionar a Adolf Hitler
La decadencia de la provincia no es un accidente institucional. Es una consecuencia directa de la hegemonía política y cultural del peronismo desde hace más de ocho décadas. No se trata de una hipótesis: hay hechos.
Existe una tesis informal que dice: "Si a una institución la mezclás con peronismo, te va a resultar en una institución peronista y no finlandesa". Como bien explica Sabrina Ajmechet en "El peronismo menos pensado", esto es evidente en el primer peronismo, en ocasión del debate por el voto femenino, propuso originalmente el "voto familiar": solo el jefe de hogar podía votar. Cuando se provincializaron La Pampa y Chaco, sus nombres oficiales fueron "Eva Perón" y "Presidente Perón". La reforma constitucional de 1949 fue aprobada por unanimidad, pero solo porque la oposición se retiró del recinto en señal de repudio. Hubo gobernadores bonaerenses como Manuel Fresco, de la época previa al peronismo, tenían en sus despachos imágenes de Mussolini y Hitler. Esto no es folklore: es identidad política.
En la provincia de Buenos Aires, es más de lo mismo. La llamada "autonomía municipal" en la provincia es otro mito de manual académico. La Ley Orgánica de las Municipalidades, una norma vetusta y centralista de 1958, impide que los municipios dicten sus propias cartas orgánicas, ordenen sus finanzas con libertad o legislen más allá de lo que permite la Legislatura provincial. Los intendentes no gobiernan: administran lo que el poder central les tolera. No hay autonomía política, solo una autarquía vigilada. Esta estructura deliberadamente ahoga cualquier posibilidad de autogestión territorial, y ha sido útil al peronismo para consolidar feudos, extorsionar presupuestos y garantizar lealtades. Hablar de autonomía en este contexto no solo es falso: es funcional a ese diseño autoritario, que nadie se animó a modificar en más de 60 años.
Si la provincia es inviable, es porque fue sometida durante décadas a una pedagogía de la obediencia, la pobreza planificada y la fidelidad tribal. Las instituciones no faltan: fueron destruidas. La educación de calidad, el federalismo fiscal, el sistema de salud, la seguridad ciudadana, la justicia de cercanía, todo eso existió o pudo existir. Pero el peronismo los bloqueó, los vació de contenido o lo capturó para uso politiquero.
Pretender que, con los mismos actores y la misma matriz de poder, una reforma institucional bastará para revertir este panorama es, como mínimo, ingenuo. Como máximo, funcional a ese mismo poder. El peronismo no es una circunstancia, es una causa. Y minimizarlo es negar el núcleo del problema.
Como advirtió Raymond Aron, los intelectuales tienden a enamorarse de ideas nobles en teoría pero ciegas en la práctica. La Provincia de Buenos Aires no necesita otro diagnóstico estructural. Necesita coraje para nombrar al responsable. El resto es retórica escandinava sobre un territorio devastado para encubrir al peronismo.
Lo dijo Juan José Sebreli con claridad: el populismo autoritario no destruye las instituciones desde afuera, las vacía desde adentro. Las usa, las deforma y las convierte en escenografía del poder personal. En la Provincia de Buenos Aires, ese modelo no fue una excepción: fue la norma. Por eso, mientras se sigan diagnosticando patologías sin nombrar al virus, no habrá cura posible.
Fernando Iglesias tiene razón acá: "¡Es el peronismo, estúpido!"